Señoras, señores. En
una novela de Joseph Conrad, que para mí es el novelista, un navegante,
que es el narrador, ve desde la proa de su nave algo. Una sombra, una
claridad en los confines del horizonte. Y se dice que esa claridad, esa
sombra, es de la costa de África. Y que más allá hay fiebres, imperios,
ruinas, Sahara, los grandes ríos que exploraron Stanley, Livingstone, y
luego palmeras, y lo que queda de Cartago, que Roma borró con el fuego y
con la sal. Y luego la historia de portugueses, de holandeses, de
zulúes, de bantúes, y también los compradores de esclavos, y ruinas, y
pirámides. Es decir, un vastísimo mundo. De selvas, desde luego, de
leopardos, de pájaros.
Bueno, a mí me sucede algo parecido. Me he comprometido a hablar de
Spinoza. Me he pasado la vida explorando a Spinoza y, sin embargo, qué
puedo decir de él. Puedo decir de él lo que dice el narrador de la
novela de Conrad. Ha vislumbrado algo. Sabe que eso que vislumbra es
vastísimo. Yo me propuse alguna vez un libro sobre Spinoza. Tengo
encasa, bueno, varias ediciones de la Ethica, en alemán, en francés, en
inglés. Y muchos estudios sobre Spinoza, y biografías. Sin embargo, qué
puedo confesar ahora sino mi ignorancia, mi deslumbrada ignorancia. Pero
tengo la impresión de algo no solo infinito sino esencial también. Algo
que de algún modo me pertenece. Yo pensaba escribir un libro sobre
Spinoza. Junté los materiales, y luego descubrí que no podía explicar a
otros lo que yo mismo no puedo explicarme. Pero hay algo que puedo
sentir, misterioso como la música, misterioso como su Dios.
Pero pensé en estos días que Spinoza había consagrado su vida a
construir dos imágenes. Una es la que conocemos todos. Recuerdo aquellas
palabras que en la presentación acaba de recitar un amigo mío: un
hombre engendra a Dios... Ese fue Spinoza, que dedicó su vida no solo a
pulir lentes sino también a pulir lo que yo he llamado en un soneto ese
otro claro laberinto de la Divinidad, ese ser infinito, que viene a ser
el más complejo de los dioses.
Una de las tareas de la humanidad ha sido imaginar a Dios. Pero, de los
casi infinitos dioses que se han imaginado, ninguno, ni siquiera el Dios
de la Escolástica, el Dios de Santo Tomás, por ejemplo, puede competir
en variedad, en insondabilidad (si se me permite el barbarismo), con el
Dios de Spinoza. Bueno, esa imagen ha quedado y será parte de la
memoria de todos los hombres. Más allá de los otros dioses del
panteísmo, por ejemplo la esfera infinita de Parménides, por ejemplo el
Brama de la India, que crea el mundo, Visnú, que lo conserva, y Siva,
que lo destruye. Salvo que Siva es, a la vez, el que destruye y el que
engendra, ya que la muerte y el acto sexual vienen a ser lo mismo,
porque uno es causa del otro.
Bueno, Spinoza dedicó su vida a imaginar a Dios con amor, con lo que él
llamó amor intelectual, una expresión que tomó de Moisés Maimónides.
Dedicó su vida a imaginar a Dios con imaginación, con amor y con una
rigurosa razón que suele llamarse razón cartesiana. Salvo que Spinoza
fue mucho más riguroso que Descartes, su maestro. Ya que si Descartes
parte del rigor cartesiano y concluye en el Vaticano y en la Trinidad,
no muchos podemos esperar de ese rigor. En cambio Spinoza llevó su
voluntad, no diré de engendrar, sino de erigir a Dios, ese cristalino
laberinto, hasta el fin.
Pero, mientras él se dedicaba a ese propósito, estaba creando otra
imagen. Esa otra imagen no es menos inmortal que la de Dios. Es la
imagen que ha dejado en cada uno de nosotros. La imagen de su propia
vida. Recuerdo una expresión latina, vita umbratiles, vida en la sombra.
Es la que buscó Spinoza y la que no ha logrado ciertamente, ya que
ahora, tantos siglos después, estamos aquí, en el extremo de un
continente que casi ignoró, estamos aquí pensando en él, yo tratando de
hablar de él, y todos extrañándolo. Y, curiosamente, queriéndolo, lo
cual es lo más importante.
Bueno, veamos primero esa imagen de la vida de Spinoza que sin duda ustedes conocen mejor que yo.
En Holanda
Suele leerse que Spinoza era un judío portugués. En todo caso, su
familia se embarcó en Lisboa huyendo del quemadero inquisitorial y buscó
refugio en la más tolerante de las naciones, Holanda. Y Spinoza fue un
buen ciudadano holandés.
Leí hace años en una biografía de Spinoza un catálogo de su biblioteca.
Y, curiosamente, no figuraban libros portugueses. Pero había ejemplares
de Cervantes, y de Quevedo también.
Y leí en la admirable History of Western Philosophy, de Bertrand
Russell, que Spinoza conocía el castellano, el portugués (su familia se
embarcó en Lisboa, y además conocer un idioma es conocer a otros, las
diferencias son mínimas, como yo lo he comprobado muchas veces), y supo
también latín.
Es una lástima que hayamos perdido el latín. Todos sentimos la nostalgia
del latín, y la literatura la siente. En versos de Quevedo, pro
ejemplo. Feroz, de tierra, el débil muro escalas. El hipérbaton latino.
Quiere decir: feroz escalas el débil muro... Y otro hipérbaton famoso de
Elegía a las ruinas Itálicas: Esto, Fabio, ay dolor, que ves ahora...,
que parecen palabras casi amontonadas al azar, y luego todo se explica
al empezar el segundo verso: campos de soledad, mustio collado. Y
tendríamos ejemplos de Góngora más forzados y menos felices...
Pero, en fin. Spinoza llegó no solo a escribir en latín, sino, estoy
casi seguro, a pensar en latín. Es una lástima que se haya perdido esa
lengua universal. Y todos sentimos esa nostalgia. Es una característica
de las literaturas. De todas. Querer volver al latín, ese idioma que
Browning llamó el idioma de mármol: latín, marble language.
Pues bien. Spinoza conoció desde luego el holandés. Fue su lengua.
Estudió quizás algo de griego, estudió el hebreo, y algo de le habrá
alcanzado del italiano, y del francés también. Su familia era humilde.
Mis fechas son vagas, pero espero no equivocarme al hablar de 1632-
1677, lo cual daría una vida bastante larga, cuarenta y cinco años, dada
la tuberculosis que lo aquejó. Recuerdo haber escrito aquel soneto,
donde me refiero a la tuberculosis, que dice así: Las traslúcidas manos
del judío / Labran en la penumbra los cristales / Y la tarde que muere
es miedo y frío / (Las tardes a las tardes son iguales). Luego explico
que esos cristales son los lentes que él pulía, ya que existe esa buena
tradición judía de que el rabino tenga un oficio manual. Y luego esos
otros cristales que constituyen el laberinto de la Divinidad.
Spinoza estudió el hebreo, estudió la escritura, estudió el Talmud,
estudió la filosofía de Maimónides y estudió la Cábala. En cuanto a la
Cábala, la consideró un delirio. Y en cuanto a todo lo demás, esa idea
de un Dios que es un ser personal, un Dios que elige un pueblo, un Dios
que hace pacto con el pueblo, todo eso le resultó del todo extraño. El
lo rechazó y divulgó sus dudas entre sus compañeros. Y eso se supo, y
tiene que haber sido bastante importante su influencia, ya que quisieron
sobornarlo con mil florines, que él rechazó, y, según se dice, trataron
de asesinarlo. Pero como él persistía en sus opiniones heréticas, la
Sinagoga lo excomulgó. En las biografías de él están las terribles
palabras del Anatema: Anatema sea cuando está solo. Anatema sea en la
calle. Anatema sen en el lecho. Que ningún hombre se acerque a él...
Una cosa terrible. Bueno, fue excomulgado, arrojado de Israel, y quizá
lo atrajo la Escolástica, quizás habrá leído algo del teólogo irlandés
del siglo IX Escoto Erígena. Escoto quiere decir irlandés. Erígena
nacido en Erín, en Irlanda. Es decir, dos veces irlandés. Escoto llegó a
la corte de Carlos el Calvo desde su monasterio en Irlanda, perseguido
por los sajones, e inventó un sistema según el cual todas las cosas
emanan de la Divinidad, y después del Juicio Final regresan a la
Divinidad. Curiosamente, ese sistema es el mismo que otro irlandés más
famoso, George Bernard Shaw, dramatiza en el pentateuco metabiológico
Vuelta a Matusalén, en el cual dice que no hay hombres adultos, por lo
menos en Occidente, y que la edad mínima debe ser de trescientos años.
Ya la final, en el último acto, todas las cosas vuelven a la Divinidad.
Hay una expresión muy linda, admirable, de este sistema, en la obra
Contemplations, de Víctor Hugo. El poema se titula hermosamente Ce que
dit la bouche d'ombre, Lo que dice la boca de sombra, y al final todos
los seres, sin excluir al demonio, vuelven a Dios, y vuelven también los
dragones, las serpientes, los reptiles que hemos hecho símbolos del
mal, y todos ellos vuelven a la Divinidad y no se sabe qué sucede
después.
Pulir, pensar, escribir
Pues bien, Spinoza vive humildemente en distintas ciudades de Holanda,
da pruebas de su valor en alguna circunstancia patriótica y rechaza dos
sobornos. En un caso, le ofrecieron no sé qué cargo muy importante en
Francia a condición de que él dedicara un libro a Luis XIV, el gran
monarca. Pero Spinoza rechazó aquello. Y luego le ofrecieron también una
cátedra de filosofía en Heidelberg, Alemania. Y le prometieron que
tendría plena libertad de expresar su pensamiento. El rechazó este
soborno también y siguió puliendo lentes, pensando y escribiendo.
Escribiendo en un árido latín, como Swedenborg, el místico sueco que fue
su contemporáneo.
Tenía muchos amigos. En Inglaterra, en Holanda, en Alemania. Decidió
escribir su libro siguiendo el método geométrico de Euclides, y eso hace
que su lectura sea muy difícil. Goethe dice que no se atrevió a entrar
en ese laberinto que vendría a ser la Ethica de Spinoza porque leyó
algunas páginas y no se sintió mejorado en ningún momento, pero que vio
lo bastante de Spinoza para sentir su grandeza, para sentir que ahí
había algo distinto.
Spinoza recibió la visita de Leibniz, y, según he leído, Leibniz habría
tomado de él la doctrina de la armonía preestablecida, pero luego negó
haberlo conocido. No se condujo bien con él. Pues bien, Spinoza llevaba
su vida. Era una vida muy sencilla. Creo que le gustaba la sopa de
lentejas, se retiraba muy temprano y su ocupación principal era el
pensamiento.
Ilustre vida. Ahora, ese modo de escribir, en el cual sigue la geometría
de Euclides, no es arbitrario, ya que veía todo el Universo como
lógicamente justificable. Y. Si creía que la geometría podía
justificarse lógicamente, no es un capricho (y además Descartes ya había
hecho algo parecido) que explicara su filosofía de ese modo, mediante
axiomas, definiciones, proposiciones, corolarios. En los Estados Unidos,
tuve ocasión de manejar un libro titulado On God (De Dios), que es el
nombre de otra obra de Spinoza, pero ese libro está construido de este
modo: se suprime todo el incómodo andamio geométrico y está el texto de
Spinoza. Y se han combinado la Ethica y el Tractatus con las cartas de
él a sus amigos en las cuales explica sin aparato geométrico el sistema.
Pues bien, Spinoza llevó esa vida. Bertrand Russell dijo que quizá no es
el más riguroso de los filósofos, pero, y esto es mucho más importante,
sí The most lovely, el más querible de todos los filósofos, ya que
otros pueden ser admirados, pero no queridos. Y es más importante ser
querido que admirado.
El, quizá tomando esa idea de Maimónides, predicó el amor intelectual de
Dios. Pero dice ( y esto no lo entendió bien Goethe) que ese amor no
espera ser correspondido. Debemos querer a Dios, pero no debemos esperar
que él nos quiera. Dios se quiere infinitamente a sí mismo y no tiene
por qué querernos a nosotros, que somos atributos o modos muy parciales,
casi infinitesimales, de la Divinidad.
Sabemos, entonces, que Spinoza vivió solo, que se retiraba temprano.
Pero hay un rasgo un tanto ingrato que, sin embargo, no tengo por qué
ocultar, ya que nos ayuda a tener una imagen suya. Ese rasgo es que le
gustaba organizar y presenciar riñas de arañas. Veía en esos duelos
símbolos de la maldad y las pasiones de los hombres. Siento haber tenido
que recordar eso.
Bueno, ya tenemos esa vida que pasa de una ciudad a otra en Holanda, que
rechaza honores ofrecidos en Heidelberg, ofrecidos también, creo, por
La Sorbona, en París, y que prefiere el placer intelectual a cualquier
otro.
Parece que siendo muy joven se enamoró, que su amor no fue
correspondido, que él volvió a ese otro amor, el amor de Dios. Vivió
cuarenta y cinco años, murió tísico, e inmediatamente se dijo que había
sido ateo. Lo cual parece un castigo justo para un hombre que pensaba
que solo Dios existe.
Hay un verso de Amado Nervo que vendría a ser una suerte de síntesis,
quizás involuntaria, de la filosofía de Spinoza. Ese verso, si no me
engaño, dice: Dios existe / nosotros somos los que no existimos.
He llegado a pensar que la filosofía de Spinoza puede llegar a
desaparecer, pero que quedará su imagen. John Toland, unos cuarenta años
después de la muerte de Spinoza, acuñó una palabra que parece
imprescindible ahora y que él no conoció: la palabra panteísmo. Es lo
contrario a ateísmo. Ateísmo quiere decir que no hay Dios, y panteísmo,
que todo es Dios. Spinoza usa la frase Deus sive natura, (Dios o la
Naturaleza). Es decir, ambas cosas son iguales. Dios o el Universo.
Salvo que el universo no es solo el Universo material, el del espacio
astronómico, sino lo que llamamos el proceso cósmico. Es decir, el
Universo comprende todo lo que existe. Nos comprende, por ejemplo, a
cada uno de nosotros, comprende esta tardía tarde posterior a la muerte
de Spinoza, comprende toda nuestra vida, lo que soñamos, lo que
entresoñamos, lo que hemos hecho, comprende la historia universal, y
todo eso también es Dios.
Ahora, el panteísmo como sistema es antiguo. Lo encontramos por ejemplo
en Parménides. Creía que solo existe una esfera, infinita, pero esa
esfera es material. Y en la filosofía de la India, tenemos a Brama, que
es también el Universo. Y luego hubo otras filosofías panteístas
posteriores. Pero la más extraña es la de Baruj Spinoza, o benedictus
Spinoza. Para él hay un solo ser, y ese ser es Dios. Pero ese Dios es
harto más complejo que las otras divinidades que nos han propuesto los
teólogos de todas las sectas y de todas partes del mundo. La definición,
creo, está en la primera página de la Ethica, aunque es de difícil
comprensión y no estoy seguro de haberla entendido. Pero quizá podamos
adelantar algo en la infinita exploración de esa frase. El define a Dios
como una sustancia infinita, dotada de infinitos modos o a tributos. Y
agrega que esa sustancia es su propia causa. Eso es lo más difícil, o en
todo caso me resulta a mí lo más difícil. Pero podemos pensar en la
definición ontológica de la Divinidad que da el escolástico San Anselmo.
Según parece, era un italiano, arzobispo de Canterbury, y creía en
Dios, y le pidió que, ya que había tanta gente que no creía en Él, le
diera un prueba, y descubrió así lo que se ha dado en llamar la prueba
ontológica, la prueba del Ser. Hay otras pruebas que dicen que Dios
existe ya que en este mundo se observa un orden. Por ejemplo, las
diversas edades del hombre, las diversas estaciones, el orden de los
astros, el hecho de que las cosas se dividan en animales, minerales,
vegetales. Ese vendría a ser el orden cosmológico, pero el ontológico es
más raro. Voy a decirlo con las mismas palabras de San Anselmo, que
quizá lo hagan más fácil, aunque no convincente. Empieza por preguntar:
¿Puedes tú concebir un ser perfecto? Y para seguir el juego tenemos que
decir que sí. Entonces sigue: ¿Puedes concebir un Ser absolutamente
poderoso, absolutamente omnisciente, absolutamente justo? Tenemos que
contestar que sí. Luego San Anselmo nos pregunta: ¿Ese Ser existe o no?
Entonces, si somos sinceros, contestamos que no sabemos. Y San Anselmo
nos dice: Entonces, no has imaginado al Ser más perfecto, ya que le
falta el atributo de existir. Y podemos imaginar otro más perfecto, que
además exista. Luego, Dios existe.
Ahora, no entiendo esta prueba, porque me parece muy raro que una
combinación de palabras pueda determinar la existencia de Dios. Porque
al fin, lo que San Anselmo ha dicho, y Spinoza también, no son más que
combinaciones de palabras dichas en latín, o en castellano, o en la
lengua que ustedes quieran, en cierto orden.
Luego, Hegel toma ese argumento de un modo insolente que no puede
convencer a nadie. Empieza por preguntarnos si una hormiga existe. Le
contestamos, previsiblemente, que sí. Entonces, Hegel dice: Bueno, si
una hormiga, que es un ser mínimo que podemos aniquilar de un pisotón,
existe, cómo no va a existir Dios, que es un ser todopoderoso.
No sé si este es un juego de palabras o mucho más. A mí, personalmente, esto no me convence.
Pues bien, Spinoza nos propone ese ser que es causa de sí mismo, y luego
de dedica a explorarlo. Y ya que ese ser es Dios, tiene que ser
infinito. Y Spinoza piensa en una sustancia infinita, dotada de
infinitos modos o atributos. Y aquí viene quizá lo más sorprendente de
su concepto de Dios. Sé que todo esto es raro, para ustedes y para mí,
pero tengo que explicarlo de algún modo. Pues bien, Spinoza imagina esa
sustancia infinita, dotada de infinitos atributos. Y al decir infinito
no quiero decir múltiple, quiero decir estrictamente infinito. Por
ejemplo, si pensamos en el tiempo, el tiempo es estrictamente infinito,
ya que no podemos concebir ni un principio ni un fin. Ya lo mismo ocurre
con la idea de Spinoza. Pero dos de los atributos, y aquí prepárense
para algo muy asombroso también, son lo que él llama la extensión y el
pensamiento. Pero quizá más fácil para nosotros sea decir el espacio y
el tiempo. Esos vendrían a ser dos de los atributos de Dios. Ahora,
Leibniz tomó su idea de la armonía preestablecida de Spinoza, y esto
podría explicarse así: imaginemos dos cosas tan distintas como la
materia y el espíritu. ¿Cómo puede una influir en la otra? Por ejemplo:
alguien clava una aguja en mi carne. Ese es un hecho físico. Yo siento
dolor. Ese es un hecho mental, o espiritual. ¿Cómo puede ser que uno
esté causado por el otro? O, por ejemplo, en este momento alguien saca
una fotografía. Yo, a pesar de mi ceguera, veo el flash. ¿Cómo puede ese
flash, que es meramente físico, ser percibido por mi mente, que es
espiritual? Todos tendemos a pensar, quizá sea imposible no pensar, que
lo material influye en lo físico. Por ejemplo, yo estoy pronunciando
estas palabras. Ustedes las oyen. Es difícil suponer que mi
pronunciación de estas explicativas y torpes palabras no sea la causa de
lo que ustedes oyen. Pero, según Leibniz, y según Spinoza, el hecho no
es ese. El hecho vendría a ser que son dos cosas paralelas, pero no
una, causa de la otra. El ejemplo que da Leibniz es este: él imagina dos
relojes. Los dos funcionan perfectamente. Les dan cuerda. En el mismo
momento en que uno marca las siete de la tarde, el otro marca las siete.
Pero ninguno de esos dos relojes ejerce una influencia en el otro. Los
dos han sido condicionados para ese hecho. Pues bien, según Leibniz, y
según Spinoza, cada uno de nosotros ha sido condicionado por la
Divinidad para una serie de hechos. Y esos hechos son paralelos. En el
momento en que yo golpeo la mesa, ustedes oyen el golpe. Pero no se
trata de que el golpe haya producido esa impresión en ustedes. Se trata
de que cada uno de nosotros ha sido condicionado inconcebiblemente para
ese fin.
Yo tengo 85 años. Posiblemente, me he muerto hace unos días, y ustedes
han sido condicionados para seguir escuchándome. O ustedes no han
venido, han ido todos a oír la conferencia sin duda muy superior de
Octavio Paz, pero yo he sido condicionado para oírlos a ustedes y sentir
que están aquí.
No sé si ustedes pueden aceptar eso. Pero eso no es nada. Yo creo que la
filosofía y la teología son las formas más extravagantes y más
admirables de la literatura fantástica. Ahora viene algo aún más raro
que las muchas cosas raras que he dicho.
Atributos infinitos
Según Spinoza, Dios es una sustancia infinita que consta de un número
infinito de atributos. Uno de ellos es el espacio, o lo que llama la
extensión, y el otro el tiempo, o lo que llama el pensamiento. Pero,
además, hay un número infinito de otros atributos. A nosotros solo se
nos ha dado sentir dos: el espacio y el tiempo. Entonces, yo decido
abrir los dedos de esta manos, y eso es el pensamiento. Luego, yo abro
lentamente los dedos, y esa es la extensión, el espacio. Pero,
paralelamente, en otra serie ocurren infinitas otras cosas que ni
siquiera podemos concebir. Y eso vendría a ser el Universo.
Si eso es así, casa uno de nosotros ha sido condicionado, y ninguno de
nosotros merece ser castigado, o premiado. Con eso se borra la idea de
un establecimiento penal, el Infierno, y un establecimiento premial, el
Cielo. Somos autómatas condicionados para un fin, y nuestro arduo deber
es el amor de Dios, que vendría a ser no el amor de un Ser, sino el amor
de todo este sistema.
Ahora, en cuanto a Dios, Spinoza le concede la imaginación, Dios imagina
hasta el más ínfimo detalle de nuestras vidas, que además conciernen a
todos los atributos infinitos. Pero, curiosamente, le niega dos
posibilidades. Una, la de comprender, ya que, si yo comprendo algo, el
instante anterior fue de incomprensión. Yo, de golpe, comprendo que
estoy hablando demasiado tiempo, o que no he hablado bastante, pero hay
un momento anterior. Y luego, Spinoza le niega también a Dios la
voluntad, ya que querer algo es carecer de algo. Si yo quiero salir de
aquí, si yo quiero haber llegado, quiere decir que hubo un momento en
que no estuve aquí, un momento en el cual decidiré irme. Y Dios, que es
todas las cosas, Dios, que agota todas las posibilidades, no puede
desear nada y no puede comprender nada. El es todas las cosas.
Un consejo
Y entonces Spinoza aconseja a los hombres, si es que cabe aconsejar algo
a alguien que ha sido condicionado, no arrepentirse, porque el
arrepentimiento es un error, ya que obrar mal es un error, y
arrepentirse es agregar una tristeza también. De modo que él aconsejaría
la serenidad, si es que depende de nosotros la serenidad.
Y recuero aquí inesperadamente una estrofa de un gran poeta español, de
origen judío también como su nombre lo indica, Fray Luis de León (los
toponímicos corresponden a apellidos judíos), que dice: Vivir quiero
conmigo / gozar quiero del bien que debo al Cielo / a solas sin testigo /
libre de amor, de celo / de odio, de esperanza, de recelo.
Libre de amor, ya que el amor es una pasión, una pasión que nos
inquieta, y puede aniquilarnos. Luego, de celos, de odio, de esperanza,
de recelo. Pero, como esos atributos son de algún modo imaginarios, ya
que no agotan la sustancia divina, Spinoza dice que los hombres deben
tratar de liberarse de la esperanza y del temor, que se parecen tanto.
El que espera desespera. Además, ambas cosas se refieren al tiempo.
Esperar algo es esperar algo del tiempo, suponer que mañana puede
suceder algo. Temer algo es, de algún modo, lo mismo, y todo eso está
contra la idea de Spinoza de que el tiempo es ilusorio, como lo es el
espacio. Son dos de los atributos de la Divinidad, pero los dos, y queda
un número estrictamente infinito de otros. Bueno... cuando vine aquí me
recordaron una frase de Spinoza que dice algo así como no llorar, no
esperar, no temer. Sí tratar de comprender, ya que es tan vasto ese
territorio que llamamos la Divinidad que no acabaremos de recorrerlo.
No sé si he logrado darles a ustedes una idea de ese querible ser humano
Baruj Spinoza. Fue anatemizado, la Sinagoga lo rechazó, ahora ha vuelto
póstumamente a anexarlo, no sé si eso puede importarle a él... Él no
creía en la inmortalidad personal. Spinoza escribió: sentimos,
experimentamos ser inmortales. Pero no se refería a su yo, sino a esa
sustancia que somos. De algún modo sentimos la inmortalidad de esa
sustancia anterior en el tiempo a nuestro nacimiento, posterior a
nuestra muerte en el tiempo.
(1)
Diciembre 27, 1988. La generosidad de Jorge Luis Borges elaboró, a lo
largo de los años, un patrimonio gigantesco y casi ignorado. Sus
charlas, laberínticas y a la vez milagrosamente concisas, permanecer en
muchos casos encerradas en grabaciones olvidadas o en la memoria
fragmentada de sus públicos. En abril de 1985, el gran maestro de
nuestra lengua y nuestras ideas pronunció una conferencia en la Sociedad
Hebraica Argentina sobre "el más querible" de los filósofos, Baruj
Spinoza. Agradecemos a esa institución que nos haya posibilitado
transcribirla a estas páginas, lo cual implica el rescate de una
creación precisa y didáctica belleza. También agradecemos a María Kodama
la autorización para publicarla. De tal manera, el lector podrá
encontrarse una vez más con la magnitud entera de una inteligencia
estéticamente prodigiosa, cuya originalidad crece en el panorama actual
de nuestro pensamiento.
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